Anoche leí y lo disfruté. Dicho así no es nada del oro mundo, pero para una persona que lleva años sin poder concentrarse en la lectura (cuando antes devoraba libros de una sentada) sabe a triunfo. Un poco peor me sabe la contractura con la que me he levantado (probablemente la postura de anoche no ayudó). No hay nada gratis, está claro. La cuestión es que he tenido que salir de casa a comprar un parche de calor porque lo de no poder mover el cuello no es algo que me agrade. Seré rara. Y aprovechando que lucía el sol (porque cuando he salido esta mañana casi tengo que llamar a Noé para que me recogiera), he decidido volver a casa por un camino un poco más largo.
Estaba sola cuando he paseado por la orilla del río primero y por la del cuérnago después, y eso me ha dejado disfrutar del concierto que daban el viento entre las ramas de los chopos y el agua en cada desnivel. No veía a los pájaros, pero los he escuchado durante todo el paseo. La luz del sol me acariciaba al colarse entre los árboles. He respirado hondo y el aire olía a verde y a tranquilidad. Ninguna de las fotos que he hecho ha hecho justicia a lo que me rodeaba. Y he pensado que no era necesario. Porque lo que he sentido durante ese rato me lo llevo puesto y eso es lo importante. Me he sentido tremendamente afortunada. Durante unos segundos todo estaba bien.
En estas andaba cuando me ha dado por mirar al suelo y he visto un trébol de cuatro hojas entre sus hermanos de tres. Observándome desafiante (si es que un trébol puede mirar así, pero es lo que me ha parecido; es mi historia y la cuento como quiero). No me ha quedado otra que traérmelo a casa.
Está claro que, por muchos motivos, hoy es mi día de suerte.
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